TREINTA Y SIETE GRADOS-III

Aparcamos el coche en un camino de cabras, nos alejamos unos metros y nos repantingamos debajo de un alcornoque. La tarde se desvanece en silencio. Hacia donde nos espera la ciudad hay una acumulación de nubes oscuras. Por el oeste, distinguimos la torre de la iglesia en la aldea semi-derruida que acabamos de abandonar; desde aquí nos parece un esqueleto terroso y desvaído, una foto antigua, un fósil. Sin embargo, de cerca nos ha parecido altiva, desafíante; allí sóla y erguida. Infinita.

Mientras me acomodo viendo como un reguero de hormigas avanza entre las hojas resecas, Beatriz se irrita, se carcajea, musita algo entre dientes, patea una piedra, afirma con la cabeza, me mira con desaliento, escupe un par de insultos. Está leyendo algo de la actualidad. La observo, está morena, el pelo desarreglado recogido en un moño imposible, ha engordado un poco, tiene un pliegue extraño en la comisura de la boca, el gesto cansado. Su mano izquierda juguetea con la tierra mientras sostiene el periódico con la derecha. Anoche habló sin parar de sus planes para Septiembre y de todas las cosas que deberíamos emprender para no encallar. He dicho a todo que sí aunque me reservo mi inagotable caudal de dudas.

Durante dos días hemos recorrido centenares de kilómetros solo por el placer de dar vueltas, alejarnos, trasladarnos, buscar. Nos hemos bañado en el mar, hemos dormido en una casa rural a mil metros de altura, hemos pisado ruinas, asfalto en llamas y caminos de polvo. Nos han sorprendido tormentas eléctricas y fugaces y algún telediario sin noticias pero con toda una exhibición de declaraciones huecas, cuando comíamos chuletas.

Ahora volvemos con la sensación de que el tiempo está detenido. Todo lo que hemos hecho ha sido trashumar en círculo. Corríamos para huir y cada vez nos acercábamos más al punto de partida.

La noche cae sobre nuestro alcornoque. Líamos un pitillo de hierba y fumamos en calma mirando al cielo.

Continuará