Mil años después me siguen gustando los “westerns” de John Ford. Además, he llegado a un punto de ebullición con estas películas que , ni siquiera, necesito justificar ese deseo que me colma. Simplemente, regreso a visitarlas una y otra vez para disfrutar de nuevo, con esa mirada eterna sobre la esencia de las cosas perdurables. Que eso es el cine del viejo patriarca.
Anoche, por ejemplo, le dí otra oportunidad a MY DARLING CLEMENTINE ( Pasión de los Fuertes ), mientras la ciudad hervía en la primera gran ola de calor de este verano.
Y me volvieron a fascinar, como siempre, esos primeros quince minutos de límpia y sencilla narración en imágenes. El modo como remonta el ganado la colina bajo un cielo abigarrado, en ese hermoso blanco y negro del que están pintados algunos de nuestros mejores sueños; la presentación dinámica de los cuatro hermanos Earp en plano medio ; la primera aparición ominosa de los Clanton; la llegada caótica a Tombstone; el primer desafío bajo la lluvia de los contrincantes, después del asesinato del menor de los Earp.
Sin aspavientos, sin retorica, con esa capacidad poética para engarzar la historia sin que se note la tramoya y el artificio. Así arranca esta película admirable que ya no da respiro hasta el duelo final en O.K. Corral.
Y entre medio, la mirada de Ford, en la doble historia de amor, en las cabalgadas funcionales, en el famoso recitado de Hamlet por un digno actor borrachín ante la camada de los Clantón, en el baíle ritual ante la Iglesia en construcción. Y siempre, la camaradería, las relaciones humanas, la dignidad, la barbarie frente a la civilización, la violencia latente no sanguinolenta, los espacios abiertos, los increíbles cielos fordianos. El universo del maestro diáfano y destilado.
Es, pura y simplemente, el cine que prefiero; el único que me incita lo suficiente para encender la tele, nunca como ahora ese artefacto depredador, en una ardiente noche de verano.